En las últimas horas irrumpe en el debate nacional, la pretendida reforma política y electoral a diversos artículos de la Constitución Mexicana. Desde el nacimiento del pacto por México, se anunciaban cambios importantes a nuestro régimen político y al sistema electoral que, en su momento, parecieron lejanos, pero que ahora, con la aprobación que se da en el Senado de la República, parecen ser inminentes, por lo que todo asomo de incredulidad habrá de dar paso a una realidad que, nos guste o no, ya está entre nosotros.
Posterior a cada proceso electoral, ha sido costumbre que en México se revisen la forma de organización del poder y las normas que rigen la organización de los procesos de elecciones. Esta vez, el ejercicio tiene ingredientes adicionales, como son el cumplimiento de una ruta trazada desde hace un año -lo que va del presente sexenio-, así como la combinación con otro tipo de prioridades de la agenda legislativa de cada fuerza política.
Es claro que a nivel federal, se ha impuesto una tendencia concentradora de las atribuciones entre dependencias ubicadas en un plano horizontal de la propia administración pública, como una evidente perdida de facultades entre los órdenes de gobierno en favor del centro. Políticamente se intenta justificar, en aras del control que evite la dispersión de recursos, acciones que tal vez conviene alinear para un desarrollo más eficaz y la obtención de mejores resultados, sobre todo en aquellos aspectos en dónde son lacerantes las fallas de las estrategias como en el área económica y en la de seguridad.
Concediendo en parte razón a los argumentos, podríamos hasta considerar que estamos en un momento con analogías históricas, en el que el cuerpo político se contrae ante las agresiones de factores internos, para protegerse y garantizar su viabilidad presente y futura. Sin embargo, los problemas surgen cuando en ese proceso se autocomplace la clase dirigente, se asegura la sobrevivencia de los elementos que no les representan ninguna amenaza y se excluye aquello que no conjuga con el funcionalismo de las reglas del juego.
Adicional a lo anterior, las coyunturas juegan un papel fundamental. La madre de todas las reformas toca a la puerta: la energética, por la cual se eliminaran las prohibiciones para que el Estado pueda contratar en materia de extracción y explotación del petróleo y los hidrocarburos, así como quitar del rango de actividad estratégica a la cadena de producción, explotación, transmisión y comercialización de la electricidad, en favor de la inversión de los particulares. Para abordar esta importante reforma, una parte de la oposición exigía que le precediera la reforma política.
Visto de esa forma, pareciera entonces que al gobierno no le interesa la modificación de las reglas que organizan al régimen, ni aquellas que norman el acceso al poder. Pero ya entrados en gastos, de lo que se deba hacer, que se haga aquello que beneficié a la categoría de sujetos que intervienen en el diseño, apelando a razones abstractas que no confrontan los males de la realidad en la relación de los poderes
federales y locales, sino por el contrario, apaga toda posibilidad de resistencia mediante concesiones que hacen atractivos los cambios a los tomadores de decisiones.
En la vía de la centralización, sin entrar en este momento a los análisis particulares, podemos enumerar: la eliminación del acuerdo con los titulares de las Secretarías de Estado, para que el Presidente pueda iniciar el procedimiento de suspensión de garantías; elevar el porcentaje al 3% de votos para que los partidos puedan mantener su registro; la desaparición del Instituto Federal Electoral (IFE) y la creación del Instituto Nacional Electoral (INE), que asume la función de organizar las elecciones federales y locales, complemento de ello es la consideración de los institutos electorales como organismos públicos locales, desprovistos de autonomía, cuyos consejos serían nombrados por el INE; la endeble permanencia de los órganos de justicia electoral cuyos titulares serían también designados desde el centro, y la creación de la Fiscalía General de la República, en lugar de la Procuraduría General de la República (PGR), como un órgano autónomo, con personalidad jurídica y patrimonio propios, así como, la posibilidad de gobierno de coalición con carácter optativo.
Mención aparte merecen la reelección consecutiva de diputados federales, senadores, diputados locales e integrantes de los Ayuntamientos, porque ese paquete corresponde al capítulo de las concesiones para limar las aristas, como lo es la permanencia de los magistrados de la sala superior del Tribunal Electoral del poder Judicial de la Federación que fueron electos para un determinado número de años y, ahora, están ante la posibilidad de prorrogarse hasta cumplir 15 años en el cargo.
A diferencia de las concesiones en favor de la clase política, no van en el paquete, al menos por el momento y con el mismo nivel de prioridad, reformas que empoderen a la ciudadanía, a pesar de que muchas de ellas, están mandatadas por la propia Norma Suprema, como la consulta popular, la iniciativa ciudadana y el derecho de réplica.
En resumen, pareciera que estamos en presencia de una reforma política electoral que trastoca los fundamentos constitucionales, que no cumple con el principio elemental de la exhaustividad en su discusión, hecha con prisas y más en la lógica de cumplir con la exigencia de que antes de la energética, la política. De paso, lo que salga que beneficie a algunos. La democracia y la ciudadanía, tienen que hacer fila en la lista de las prioridades.
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Con orgullo, la presidenta municipal Graciela Hernández Arreola participó en la conmemoración del 163 aniversario del triunfo de la Batalla de Puebla de 1862 en la tenencia de Cahulote de Santa Ana.